lunes, 11 de mayo de 2015

Sobre aquello que es más grande.




He sido bendecido con dolor y no miento ni un poco.

En un último tiempo volvió a mí una gracia divina que me lleva a comprender más sobre la vida, sobre este mundo, sobre este corazón que tanto se pregunta y se frustra cuando no encuentra respuesta (o la respuesta es más que fiera).

El enojo, como el amor, se mete bajo nuestra piel literalmente. Espera como un bichito en alguna planta u hoja de pasto mientras caminamos descalzos, sin herramientas, aquellos que buscamos sentir. Y a veces sencillamente se mete en uno, el amor como unas ciertas cosquillas que hace el pasto sólo en algunas partes del verde y a veces viene el odio como una astillita que nos duele unos pasos más adelante, cuando ya está dentro nuestro.

Hablo mucho de mí porque es la única persona ante la cual me siento en autoridad de expresar lo que siente, al menos en este medio. Por eso hablaré de mi experiencia.

En algún momento concebí que el que odiar no fuera algo antinatural lo hacía algo aceptable y en casos, adecuado. Grave error.

El tiempo y los sentimientos son cómplices, el primero sólo quiere pasar, como un tren. Y el segundo quiere llegar a uno en ese medio.

Me encontré enojándome con muchas cosas, con muchas personas, con muchas situaciones que no tenían un arreglo inmediato ni difícil. Empecé a darme cuenta de esa emoción y la acepté como normal, porque me ponía a mí en el centro, yo era siempre el afectado, era yo quien había tratado de obrar bien pero se lo habían impedido.

Muchas ocasiones eran comprensibles a mi parecer aún hoy, pero eso no hace a mi reacción aceptable, no para la persona que quiero ser.

Se dibujó un límite, cuando estaba eligiendo la tristeza y la ira para ser los foros de mi vida, siempre traerán barcos llenos de ese par de cargamentos para lo que fueran mis costas.

Me enojaba con el mundo por recibir poco amor y me entristecía conmigo porque algo mal debía haber en mí para no obtenerlo, era todo necesitar y era todo exigir. Tanto demandar me llevó a pensar y concebir el hecho de que alguien que es un fragmento de mi alma, buscaba mi malestar.

Qué ceguera, no? Mirando atrás formé quien soy junto a él y de pronto es quien busca hacerse de mi felicidad. Mirando atrás desde ahora, no me entiendo.

Me dí cuenta entonces de que hay cosas más grandes que nosotros, que yo. Y en ese momento, el enojo y la negatividad habían logrado ser más que yo, pero nunca crecieron, yo fuí quién se volvió menos.

Fué un hecho: Iba a sufrir mientras viera todo así, yo no podía importar más que otro y caí en lo más fuerte y grande y más que todo: El amor.

Con mi enojo y negatividad buscaba no tener que torcer mi brazo y amar, buscaba que pasara algo que me haga amar, pero eso no pasa realmente. El amor está en uno y tiene que rendirse. Sí, rendirse.


No existe mayor dios que el amor y la idea de un dios es que te rindas ante sí, pues su voluntad se hace y yo, como buen pecador, recibí todos los cachetazos del amor ya que era yo quien no lo aceptaba.

Ah, qué gloria. Saber que no era una maldición ni un sino aciago, era enteramente mi culpa el errar fuera del camino. Tras no reconocer que cuando con algo o con alguien me enojo, estoy fallando en ver lo que hay para amar en el objeto de mi enojo.

Son esos ojos los que hacen cambios, con una mirada o un roce o una caricia, unas palabras, una sonrisa. Ahí se esconde el amor y es sólo visible a un pecho caliente de sensibilidad y valiente para no importar las heridas que acarreen las partes duras del amor.

Volví a la gracia como un criminal reformado. Supe por un tiempo que el amor vence y aparentemente lo olvidé por un oscuro período.

No siempre supe que se elige la vida y la luz así y agradezco a cada evento en mi vida para hacérmelo saber cuando aún puedo amar.

Amor y paz.